Wunderkind
Pero aquella mañana su padre le había puesto un huevo frito en el plato, y sabía que, si se rompía el amarillo vistoso se escurriría sobre el blanco, lloraría. Y había pasado eso. Esa sensación le venía también ahora. Dejó otra vez la revista con cuidado y cerró los ojos.
Cansada, eso es lo que estaba. Y con aquella sensación de hundirse y disolverse en ondas, como la que le venían tan a menudo antes de echarse a dormir por la noche cuando había estudiado demasiado. Como aquellos medio sueños fatigosos que zumbaban y la arrastraban en sus torbellinos.
Después, cuando las reseñas dijeron que le faltaba temperamento para esa clase de música, después que llamaron a su manera de tocar floja y sin sentimiento, se sintió defraudada.
Quería empezar con una tristeza contenida, para ir llegando paulatinamente a una expresión de dolor hondo, desbordante. Eso era lo que le decía la cabeza. Pero las manos parecían pegársele a las teclas como macarrones blandos y no podía imaginar cómo tenía que ser la música.
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