viernes, 11 de enero de 2008

Jean Paul Sastre "La Nausea"

Lo que pasa es que rara vez pienso; entonces, sin darme cuenta, se acumula en mí una multitud de pequeñas metamorfosis, y un buen día se produce una verdadera revolución.
(Pág. 18)

No, no hay en ella fuerzas para padecer tanto. Le vienen de afuera…, de este bulevar. Habría que tomarla por los hombros, llevarla a las luces, entre la gente, a las calles dulces y rosadas: allí no se puede sufrir tanto: se ablandaría, recuperaría su aire positivo y el nivel ordinario de sus padecimientos.
(Pág. 44)

Así es el tiempo, el tiempo desnudo; viene lentamente a la existencia, se hace esperar y cuando llega uno siente asco porque cae en la cuenta de que hacía mucho que estaba allí.
(Pág. 49)

Pero ya no veo nada; es inútil que hurgue en el pasado, sólo saco restos de imágenes y no sé muy bien lo que representan, ni si son recuerdos o ficciones.
(Pág. 51)

He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial se convierta en aventura. Es necesario y suficiente contarlo. Esto es lo que engaña a la gente: el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que sucede, y trata de vivir su vida como si la contara.
(Pág. 58)

En algunos rostros más descuidados, creí leer un poco de tristeza; pero no, esas gentes no estaban tristes ni alegres; descansaban. Sus ojos muy abiertos y fijos, reflejaban pasivamente el mar y el cielo.
(Pág. 74)

Al volver al bulevar de la Redoute, sólo me quedaba una amarga pena. Me decía: “Quizá no haya en el mundo que me interese tanto como este sentimiento de aventura. Pero viene cuando quiere; y se va tan rápido, me deja tan agotado. ¿Me hará estas breves visitas irónicas para demostrarme que he frustrado mi vida?
(Pág. 78)

Sonrío; no, claro que no, Anny no ha escrito “querido Antoine”. Hace seis años –acabábamos de separarnos de común acuerdo- decidí marcharme a Tokio. Le escribí unas palabras. Ya no podía llamarla “amor mío”; comencé con toda inocencia: “querida Anny”.
(Pág. 85)

Pero su juicio me traspasaba como una espada y ponía en duda hasta mi derecho a existir. Y era verdad, siempre lo había sabido: yo no tenía derecho a existir. Había aparecido por casualidad, existía como una piedra, como una planta, como un microbio. Mi vida crecía a la buena de Dios, y en todas las direcciones. A veces me enviaba vagas señales; otras veces sólo sentía un zumbido sin consecuencias.
(Pág. 112)

Me levanto sobresalto; si por menos pudiera dejar de pensar, ya sería mejor. Los pensamientos son lo más insulso que hay. Más insulso aún que la carne. Son una cosa que se estira interminablemente, y dejan un gusto raro. Y además dentro de los pensamientos están las palabras, las palabras inconclusas, las frases esbozadas que retornan sin interrupción.
(Pág. 129)

Bueno, ¿qué hay? ¿Por qué se encoge en la silla? ¿Ahora inspiro miedo? Esto debía terminar así. Por lo demás, me da lo mismo. No se equivocan mucho cuando tienen miedo: siento que podría hacer cualquier cosa. Por ejemplo, hundir este cuchillo del queso en el ojo del Autodidacto. Después toda esta gente me pisotearía, me rompería los dientes a puntapiés. Pero no es eso lo que me detiene; un gusto a sangre en la boca en lugar de este gusto a queso, no es gran diferencia. Sólo habría que hacer un gesto, dar nacimiento a un suceso superfluo; el grito que lanzaría el Autodidacto, y la sangre corriendo por su mejilla y el sobresalto de toda esta gente, estarían de más. Hay bastantes cosas que existen así.
(Pág. 157)

La existencia no es algo que se deja pensar de lejos: es preciso que nos invada bruscamente, que se detenga sobre nosotros, que pese sobre nuestro corazón como una gran bestia inmóvil; si no, no hay absolutamente nada.
(Pág. 168)

Tengo una especie de certeza… física. Siento que no hay momentos perfectos. Lo siento hasta en las piernas cuando camino. Lo siento todo el tiempo, hasta cuando duermo, no puedo evitarlo. Nunca hubo nada que fuera como una revelación; no puedo decir: a partir de tal día, de tal hora, mi vida se ha transformado. Pero en la actualidad estoy siempre un poco como si aquello me hubiera sido revelado la víspera. Estoy deslumbrada, incómoda, no me acostumbro.
(Pág. 182)

Primero están los signos anunciadores. Después, la situación privilegiada, lenta, majestuosamente entra en la vida de las personas. Entonces se plantea la cuestión de saber si uno quiere convertirla en momento perfecto.
(Pág. 187)

Soy libre: no me queda ninguna razón para vivir, todas las que probé aflojaron y ya no puedo imaginar otras. Todavía son bastante joven, todavía tengo fuerzas bastantes para volver a empezar. ¿Pero qué es lo que hay que empezar?
(Pág. 197)

La conciencia existe como un árbol, como una brizna de hierba. Dormita, se aburre. La pueblan pequeñas existencias fugitivas, como pájaros en las ramas. La pueblan y desaparecen. Conciencia olvidada, abandonada entre estas paredes, bajo el cielo gris. Y éste es el sentido de su existencia: que es conciencia de estar de más. Se diluye, se desparrama, trata de perderse sobre la pared parda, a lo largo del farol o allá en el humo del atardecer. Pero no se olvida jamás: tiene conciencia de ser una conciencia que se olvida. Es su suerte.
(Pág. 213)